La justicia es santidad, semejanza a Dios; y “Dios es amor”.
Es conformidad a la ley de Dios, “porque todos tus mandamientos son justicia” y “el amor pues es el cumplimiento de la ley”.
La justicia es amor, y el amor es la luz y la vida de Dios. La justicia de Dios está personificada en Cristo.
Al recibirlo, recibimos la justicia. No se obtiene la justicia por conflictos penosos, ni por rudo trabajo, ni aun por dones o sacrificios; es concedida gratuitamente a toda alma que tiene hambre y sed de recibirla.
“Su justicia es de mí, dice Jehová”.
“Este será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, Justicia Nuestra”.
No hay agente humano que pueda proporcionar lo que satisfaga el hambre y la sed del alma.
Pero dice Jesús: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”.
Así como necesitamos alimentos para sostener nuestras fuerzas físicas, también necesitamos a Cristo, el pan del cielo, para mantener la vida espiritual y para obtener energía con que hacer las obras de Dios.
Y de la misma manera como el cuerpo recibe constantemente el alimento que sostiene la vida y el vigor, así el alma debe comunicarse sin cesar con Cristo, sometiéndose a él y dependiendo enteramente de él.
Al modo como el viajero fatigado que, hallando en el desierto la buscada fuente, apaga su sed abrasadora, el cristiano buscará y obtendrá el agua pura de la vida, cuyo manantial es Cristo.
Al percibir la perfección del carácter de nuestro Salvador, desearemos transformarnos y renovarnos completamente a semejanza de su pureza.
Cuanto más sepamos de Dios, tanto más alto será nuestro ideal del carácter, y tanto más ansiaremos reflejar su imagen.
Un elemento divino se une con lo humano cuando el alma busca a Dios y el corazón anheloso puede decir: “Alma mía, en Dios solamente reposa; porque de él es mi esperanza”.
Si en nuestra alma sentimos necesidad, si tenemos hambre y sed de justicia, ello es una indicación de que Cristo influyó en nuestro corazón para que le pidamos que haga, por intermedio del Espíritu Santo, lo que nos es imposible a nosotros.
Si ascendemos un poco más en el sendero de la fe, no necesitamos apagar la sed en riachuelos superficiales; porque tan sólo un poco más arriba de nosotros se encuentra el gran manantial de cuyas aguas abundantes podemos beber libremente.
Las palabras de Dios son las fuentes de la vida. Mientras buscamos estas fuentes vivas, el Espíritu Santo nos pondrá en comunión con Cristo.
Verdades ya conocidas se presentarán a nuestra mente con nuevo aspecto; ciertos pasajes de las Escrituras revestirán nuevo significado, como iluminados por un relámpago; comprenderemos la relación entre otras verdades y la obra de redención, y sabremos que Cristo nos está guiando, que un Instructor divino está a nuestro lado.
Dijo Jesús: “El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”.
Cuando el Espíritu Santo nos revele la verdad, atesoraremos las experiencias más preciosas y desearemos hablar a otras personas de las enseñanzas consoladoras que se nos han revelado.
Al tratar con ellas, les comunicaremos un pensamiento nuevo acerca del carácter o la obra de Cristo. Tendremos nuevas revelaciones del amor compasivo de Dios, y las impartiremos a los que lo aman y a los que no lo aman.
“Dad, y se os dará”, porque la Palabra de Dios es una “fuente de huertos, pozo de aguas vivas, que corren del Líbano”.
El corazón que probó el amor de Cristo, anhela incesantemente beber de él con más abundancia, y mientras lo impartimos a otros, lo recibiremos en medida más rica y copiosa.
Cada revelación de Dios al alma aumenta la capacidad de saber y de amar. El clamor continuo del corazón es: “Más de ti”, y a él responde siempre el Espíritu: “Mucho más”.
Dios se deleita en hacer “mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos”.
A Jesús, quien se entregó por entero para la salvación de la humanidad perdida, se le dio sin medida el Espíritu Santo.
Así será dado también a cada seguidor de Cristo siempre que le entregue su corazón como morada.
Nuestro Señor mismo nos ordenó: “Sed llenos de Espíritu”, y este mandamiento es también una promesa de su cumplimiento.
Era la voluntad del Padre que en Cristo “habitase toda la plenitud”; y “vosotros estáis completos en él”.
Dios derramó su amor sin reserva alguna, como las lluvias que refrescan la tierra. Dice él: