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El Padrenuestro

Actualizado el 6 diciembre, 2024 15:12:00

Nuestro Salvador dio dos veces el Padrenuestro: la primera vez, a la multitud, en el Sermón del Monte; y la segunda, algunos meses más tarde, a los discípulos solos.

Estos habían estado alejados por corto tiempo de su Señor y, al volver, lo encontraron absorto en comunión con Dios.

Como si no percibiese la presencia de ellos, él continuó orando en voz alta.

Su rostro irradiaba un resplandor celestial.

Parecía estar en la misma presencia del Invisible; había un poder viviente en sus palabras, como si hablara con Dios.

Los corazones de los atentos discípulos quedaron profundamente conmovidos.

Habían notado cuán a menudo dedicaba él largas horas a la soledad, en comunión con su Padre.

Pasaba los días socorriendo a las multitudes que se aglomeraban en derredor suyo y revelando los arteros sofismas de los rabinos.

Esta labor incesante lo dejaba a menudo tan exhausto que su madre y sus hermanos, y aun sus discípulos, temían que perdiera la vida.

Pero cuando regresaba de las horas de oración con que clausuraba el día de labor, notaban la expresión de paz en su rostro, la sensación de refrigerio que parecía irradiar de su presencia.

Salía mañana tras mañana, después de las horas pasadas con Dios, a llevar la luz de los cielos a los hombres.

Al fin habían comprendido los discípulos que había una relación íntima entre sus horas de oración y el poder de sus palabras y hechos.

Ahora, mientras escuchaban sus súplicas, sus corazones se llenaron de reverencia y humildad.

Cuando Jesús cesó de orar, exclamaron con una profunda convicción de su inmensa necesidad personal: “Señor, enséñanos a orar”.

Jesús no les dio una forma nueva de oración.

Repitió la que les había enseñado antes, como queriendo decir:

Necesitáis comprender lo que ya os di; tiene una profundidad de significado que no habéis apreciado aún.

El Salvador no nos limita, sin embargo, al uso de estas palabras exactas.

Como ligado a la humanidad, presenta su propio ideal de la oración en palabras tan sencillas que aun un niñito puede adoptarlas pero, al mismo tiempo, tan amplias que ni las mentes más privilegiadas podrán comprender alguna vez su significado completo.

Nos enseña a allegarnos a Dios con nuestro tributo de agradecimiento, expresarle nuestras necesidades, confesar nuestros pecados y pedir su misericordia conforme a su promesa.

INDICE

Cuando oréis, decid: Padre nuestro

Jesús nos enseña a llamar a su Padre, nuestro Padre.

No se avergüenza de llamarnos hermanos. Tan dispuesto, y ansioso, está el corazón del Salvador a recibirnos como miembros de la familia de Dios, que desde las primeras palabras que debemos emplear para acercarnos a Dios él expresa la seguridad de nuestra relación divina:

Padre nuestro

Aquí se enuncia la verdad maravillosa, tan alentadora y consoladora de que Dios nos ama como ama a su Hijo.

Es lo que dijo Jesús en su postrera oración en favor de sus discípulos: “Los has amado a ellos como también a mí me has amado”.

El Hijo de Dios circundó de amor este mundo que Satanás reclamaba como suyo y gobernaba con tiranía cruel, y lo ligó de nuevo al trono de Jehová mediante una proeza inmensa.

Los querubines, serafines y las huestes innumerables de todos los mundos no caídos entonaron himnos de loor a Dios y al Cordero cuando su victoria quedó asegurada.

Se alegraron de que el camino a la salvación se hubiera abierto al género humano pecaminoso y porque la tierra iba a ser redimida de la maldición del pecado.

¡Cuánto más deben regocijarse aquellos que son objeto de tan asombroso amor!

¿Cómo podemos quedar en duda e incertidumbre y sentirnos huérfanos?

Por amor a quienes habían transgredido la ley, Jesús tomó sobre sí la naturaleza humana; se hizo semejante a nosotros, para que tuviéramos la paz y la seguridad eternas.

Tenemos un Abogado en los cielos, y quienquiera que lo acepte como Salvador personal, no queda huérfano ni ha de llevar el peso de sus propios pecados.

“Y si hijos de Dios, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”.

“Y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es”.

El primer paso para acercarse a Dios consiste en conocer y creer en el amor que siente por nosotros; solamente por la atracción de su amor nos sentimos impulsados a ir a él.

La comprensión del amor de Dios induce a renunciar al egoísmo. Al llamar a Dios nuestro Padre, reconocemos a todos sus hijos como nuestros hermanos.

Todos formamos parte del gran tejido de la humanidad; todos somos miembros de una sola familia. En nuestras peticiones hemos de incluir a nuestros prójimos tanto como a nosotros mismos.

Nadie ora como es debido si solamente pide bendiciones para sí mismo.

Dios es nuestro Padre

El Dios infinito, dijo Jesús, os da el privilegio de acercaros a él y llamarlo Padre. Comprended todo lo que implica esto.

Ningún padre de este mundo ha llamado jamás a un hijo errante con el fervor con el cual nuestro Creador suplica al transgresor.

Ningún amante interés humano siguió al impenitente con tantas tiernas invitaciones.

Mora Dios en cada hogar; oye cada palabra que se pronuncia, escucha toda oración que se eleva, siente los pesares y los desengaños de cada alma, ve el trato que recibe cada padre, madre, hermana, amigo y vecino.

Cuida de nuestras necesidades, y para satisfacerlas, su amor y misericordia fluyen continuamente.

Si llamáis a Dios vuestro Padre,—continuó—, os reconocéis hijos suyos, para ser guiados por su sabiduría y para darle obediencia en todas las cosas, sabiendo que su amor es inmutable.

Aceptaréis su plan para vuestra vida.

Como hijos de Dios, consideraréis como objeto de vuestro mayor interés, su honor, su carácter, su familia y su obra.

Vuestro gozo consistirá en reconocer y honrar vuestra relación con vuestro Padre y con todo miembro de su familia.

Os gozaréis en realizar cualquier acción, por humilde que sea, que contribuya a su gloria o al bienestar de vuestros semejantes.

Que estás en los cielos

Aquel a quien Cristo pide que miremos como “Padre nuestro”, “está en los cielos; todo lo que quiso, ha hecho”.

En su custodia podemos descansar seguros diciendo: “En el día que temo, yo en ti confío”

Santificado sea tu nombre

Para santificar el nombre del Señor se requiere que las palabras que empleamos al hablar del Ser Supremo sean pronunciadas con reverencia.

“Santo y terrible es su nombre”.

Nunca debemos mencionar con liviandad los títulos ni los apelativos de la Deidad.

Por la oración entramos en la sala de audiencia del Altísmo y debemos comparecer ante él con pavor sagrado.

Los ángeles velan sus rostros en su presencia.

Los querubines y los esplendorosos y santos serafines se acercan a su trono con reverencia solemne.

¡Cuánto más debemos nosotros, seres finitos y pecadores, presentarnos en forma reverente delante del Señor, nuestro Creador!

Pero santificar el nombre del Señor significa mucho más que esto.

Podemos manifestar, como los judíos contemporáneos de Cristo, la mayor reverencia externa hacia Dios y, no obstante, profanar su nombre continuamente.

“El nombre de Jehová” es: “Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad…; que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”.

Se dijo de la iglesia de Cristo: “Se la llamará: Jehová, justicia nuestra”.

Este nombre se da a todo discípulo de Cristo.

Es la herencia del hijo de Dios.

La familia se conoce por el nombre del Padre.

El profeta Jeremías, en tiempo de tribulación y gran dolor oró: “Sobre nosotros es invocado tu nombre; no nos desampares”.

Este nombre es santificado por los ángeles del cielo y por los habitantes de los mundos sin pecado.

Cuando oramos “Santificado sea tu nombre”, pedimos que lo sea en este mundo, en nosotros mismos.

Dios nos ha reconocido delante de hombres y ángeles como sus hijos; pidámosle ayuda para no deshonrar el “buen nombre que fue invocado sobre” nosotros.

Dios nos envía al mundo como sus representantes.

En todo acto de la vida, debemos manifestar el nombre de Dios.

Esta petición exige que poseamos su carácter.

No podemos santificar su nombre ni representarlo ante el mundo, a menos que en nuestra vida y carácter representemos la vida y el carácter de Dios.

Esto podrá hacerse únicamente cuando aceptemos la gracia y la justicia de Cristo.

Venga tu reino

Dios es nuestro Padre, que nos ama y nos cuida como hijos suyos; es también el gran Rey del universo.

Los intereses de su reino son los nuestros; hemos de obrar para su progreso.

Los discípulos de Cristo esperaban el advenimiento inmediato del reino de su gloria; pero al darles esta oración Jesús les enseñó que el reino no había de establecerse entonces.

Habían de orar por su venida como un suceso todavía futuro. Pero esta petición era también una promesa para ellos.

Aunque no verían el advenimiento del reino en su tiempo, el hecho de que Jesús les dijera que oraran por él es prueba de que vendrá seguramente cuando Dios quiera.

El reino de la gracia de Dios se está estableciendo, a medida que ahora, día tras día, los corazones que estaban llenos de pecado y rebelión se someten a la soberanía de su amor.

Pero el establecimiento completo del reino de su gloria no se producirá hasta la segunda venida de Cristo a este mundo.

“El reino y el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo” serán dados “al pueblo de los santos del Altísimo”.

Heredarán el reino preparado para ellos “desde la fundación del mundo”Cristo asumirá entonces su gran poder y reinará.

Las puertas del cielo se abrirán otra vez y nuestro Salvador, acompañado de millones de santos, saldrá como Rey de reyes y Señor de señores.

Jehová Emmanuel “será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre”.

“El tabernáculo de Dios” estará con los hombres y Dios “morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios”.

Jesús dijo, sin embargo, que antes de aquella venida “será predicado este Evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones”.

Su reino no vendrá hasta que las buenas nuevas de su gracia se hayan proclamado a toda la tierra.

De ahí que, al entregarnos a Dios y ganar a otras almas para él, apresuramos la venida de su reino.

Únicamente aquellos que se dedican a servirle diciendo: “Heme aquí, envíame a mí”, para abrir los ojos de los ciegos, para apartar a los hombres “de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe… perdón de pecados y herencia entre los santificados”; solamente éstos oran con sinceridad: “Venga tu reino”.

Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra

La voluntad de Dios se expresa en los preceptos de su sagrada ley, y los principios de esta ley son los principios del cielo.

Los ángeles que allí residen no alcanzan conocimiento más alto que el saber la voluntad de Dios, y el hacer esa voluntad es el servicio más alto en que puedan ocupar sus facultades.

En el cielo no se sirve con espíritu legalista.

Cuando Satanás se rebeló contra la ley de Jehová, la noción de que había una ley sorprendió a los ángeles casi como algo en que no habían soñado antes.

En su ministerio, los ángeles no son como siervos, sino como hijos.

Hay perfecta unidad entre ellos y su Creador. La obediencia no es trabajo penoso para ellos.

El amor a Dios hace de su servicio un gozo. Así sucede también con toda alma en la cual mora Cristo, la esperanza de gloria.

Ella repite lo que dijo él: “Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón”.

Al orar: “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”, se pide que el reino del mal en este mundo termine, que el pecado sea destruido para siempre, y que se establezca el reino de la justicia.

Entonces, así como en el cielo, se cumplirá en la tierra “todo su bondadoso beneplácito”.

El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy

La primera mitad de la oración que Jesús nos enseñó tiene que ver con el nombre, el reino y la voluntad de Dios: que sea honrado su nombre, establecido su reino y hecha su voluntad.

Y así, cuando hayamos hecho del servicio de Dios nuestro primer interés, podremos pedir que nuestras propias necesidades sean suplidas y tener la confianza de que lo serán.

Si hemos renunciado al yo y nos hemos entregado a Cristo, somos miembros de la familia de Dios, y todo cuanto hay en la casa del Padre es nuestro.

Se nos ofrecen todos los tesoros de Dios, tanto en el mundo actual como en el venidero.

El ministerio de los ángeles, el don del Espíritu, las labores de los siervos, todas estas cosas son para nosotros.

El mundo, con cuanto contiene, es nuestro en la medida en que pueda beneficiarnos.

Aun la enemistad de los malos resultará una bendición, porque nos disciplinará para entrar en los cielos. Si somos de Cristo”, “todo” es nuestro.

Por ahora somos como hijos que aún no disfrutan de su herencia.

Dios no nos confía nuestro precioso legado, no sea que Satanás nos engañe con sus artificios astutos, como engañó a la primera pareja en el Edén.

Cristo lo guarda seguro para nosotros fuera del alcance del despojador.

Como hijos, recibiremos día tras día lo que necesitamos para el presente.

Diariamente debemos pedir: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”.

No nos desalentemos si no tenemos bastante para mañana.

Su promesa es segura: “Vivirás en la tierra, y en verdad serás alimentado”.

Dice David: “Joven fui, y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su descendencia que mendigue pan”.

El mismo Dios que envió los cuervos para dar pan a Elías, cerca del arroyo de Querit, no descuidará a ninguno de sus hijos fieles y abnegados.

Del que anda en la justicia se ha escrito: “Se le dará su pan, y sus aguas serán seguras”.

“No serán avergonzados en el mal tiempo, y en los días de hambre serán saciados”.

“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”

El que alivió los cuidados y ansiedades de su madre viuda y lo ayudó a sostener la familia en Nazaret, simpatiza con toda madre en su lucha para proveer alimento a sus hijos.

Quien se compadeció de las multitudes porque “estaban desamparadas y dispersas”, sigue teniendo compasión de los pobres que sufren.

Les extiende la mano para bendecirlos, y en la misma plegaria que dio a sus discípulos nos enseña a acordarnos de los pobres.

Al orar: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”, pedimos para los demás tanto como para nosotros mismos.

Reconocemos que lo que Dios nos da no es para nosotros solos. Dios nos lo confía para que alimentemos a los hambrientos.

De su bondad ha hecho provisión para el pobre.

Dice: “Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos… Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos”.

“Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra”.

“El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará”.

La oración por el pan cotidiano incluye no solamente el alimento para sostener el cuerpo, sino también el pan espiritual que nutrirá el alma para vida eterna.

Nos dice Jesús: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece”.

“Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre”.

Nuestro Salvador es el pan de vida; cuando miramos su amor y lo recibimos en el alma, comemos el pan que desciende del cielo.

Recibimos a Cristo por su Palabra, y se nos da el Espíritu Santo para abrir la Palabra de Dios a nuestro entendimiento y hacer penetrar sus verdades en nuestro corazón.

Hemos de orar día tras día para que, mientras leemos su Palabra, Dios nos envíe su Espíritu con el fin de revelarnos la verdad que fortalecerá nuestras almas para las necesidades del día.

Al enseñarnos a pedir cada día lo que necesitamos, tanto las bendiciones temporales como las espirituales, Dios desea alcanzar un propósito para beneficio nuestro.

Quiere que sintamos cuánto dependemos de su cuidado constante, porque procura atraernos a una comunión íntima con él.

En esta comunión con Cristo, mediante la oración y el estudio de las verdades grandes y preciosas de su Palabra, seremos alimentados como almas con hambre; como almas sedientas seremos refrescados en la fuente de la vida.

Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores

Jesús enseña que podemos recibir el perdón de Dios solamente en la medida en que nosotros mismos perdonamos a los demás.

El amor de Dios es lo que nos atrae a él. Ese amor no puede afectar nuestros corazones sin despertar amor hacia nuestros hermanos.

Al terminar el Padrenuestro, añadió Jesús: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas”.

El que no perdona suprime el único conducto por el cual puede recibir la misericordia de Dios.

No debemos pensar que, a menos que confiesen su culpa los que nos han hecho daño, tenemos razón para no perdonarlos.

Sin duda, es su deber humillar sus corazones por el arrepentimiento y la confesión; pero hemos de tener un espíritu compasivo hacia los que han pecado contra nosotros, confiesen o no sus faltas.

Por mucho que nos hayan ofendido, no debemos pensar de continuo en los agravios que hemos sufrido ni compadecernos de nosotros mismos por los daños.

Así como esperamos que Dios nos perdone nuestras ofensas, debemos perdonar a todos los que nos han hecho mal.

Pero el perdón tiene un significado más abarcante del que muchos suponen.

Cuando Dios promete que “será amplio en perdonar”, añade, como si el alcance de esa promesa fuera más de lo que pudiéramos entender: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos”.

El perdón de Dios no es solamente un acto judicial por el cual libra de la condenación.

No es sólo el perdón por el pecado.

Es también una redención del pecado.

Es la efusión del amor redentor que transforma el corazón.

David tenía el verdadero concepto del perdón cuando oró “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí”.

También dijo: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones”.

Dios se dio a sí mismo en Cristo por nuestros pecados.

Sufrió la muerte cruel de la cruz; llevó por nosotros el peso del pecado, “el justo por los injustos”, para revelarnos su amor y atraernos hacia él.

Antes—dice—sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”.

Dejad que more en vosotros Cristo, la Vida divina, y que por medio de vosotros revele el amor nacido en el cielo, el cual inspirará esperanza a los desesperados y traerá la paz de los cielos al corazón afligido por el pecado.

Cuando vamos a Dios, la primera condición que se nos impone es que, al recibir de él misericordia, nos prestemos a revelar su gracia a otros.

Un requisito esencial para recibir e impartir el amor perdonador de Dios es conocer ese amor que nos profesa y creer en él.

Satanás obra mediante todo engaño a su alcance para que no discernamos ese amor.

Nos inducirá a pensar que nuestras faltas y transgresiones han sido tan graves que el Señor no oirá nuestras oraciones y que no nos bendecirá ni nos salvará.

No podemos ver en nosotros mismos sino flaqueza, ni cosa alguna que nos recomiende a Dios.

Satanás nos dice que todo esfuerzo es inútil y que no podemos remediar nuestros defectos de carácter.

Cuando tratemos de acercarnos a Dios, sugerirá el enemigo: De nada vale que ores; ¿acaso no hiciste esa maldad? ¿Acaso no has pecado contra Dios y contra tu propia conciencia?

Pero podemos decir al enemigo que “la sangre de Jesucristo… nos limpia de todo pecado”.

Cuando sentimos que hemos pecado y no podemos orar, ése es el momento de orar.

Podemos estar avergonzados y profundamente humillados, pero debemos orar y creer.

“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”.

El perdón, la reconciliación con Dios, no nos llegan como recompensa de nuestras obras, ni se otorgan por méritos de hombres pecaminosos, sino que son una dádiva que se nos concede a causa de la justicia inmaculada de Cristo.

No debemos procurar reducir nuestra culpa hallándole excusas al pecado.

Debemos aceptar el concepto que Dios tiene del pecado, algo muy grave en su estimación.

Solamente el Calvario puede revelar la terrible enormidad del pecado.

Nuestra culpabilidad nos aplastaría si tuviésemos que cargarla; pero el que no cometió pecado tomó nuestro lugar; aunque no lo merecía, llevó nuestra iniquidad.

“Si confesamos nuestros pecados”, Dios “es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

¡Verdad gloriosa! El es justo con su propia ley, y es a la vez el Justificador de todos los que creen en Jesús.

“¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en misericordia”.

No nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal

La tentación es incitación al pecado, cosa que no procede de Dios, sino de Satanás y del mal que hay en nuestros propios corazones.

“Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie”.

Satanás trata de arrastrarnos a la tentación, para que el mal de nuestros caracteres pueda revelarse ante los hombres y los ángeles, y él pueda reclamarnos como suyos.

En la profecía simbólica de Zacarías, se ve a Satanás de pie a la diestra del Angel del Señor, acusando a Josué, el sumo sacerdote, que aparece vestido con ropas sucias y resistiendo la obra que el Angel desea hacer por él.

Así se representa la actitud de Satanás hacia cada alma que Cristo trata de atraer.

El enemigo nos induce a pecar, y luego nos acusa ante el universo celestial como indignos del amor de Dios.

Pero “dijo Jehová a Satanás: Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?”

Y a Josué dijo: “Mira que he quitado de ti tu pecado, y te he hecho vestir de ropas de gala”.

En su gran amor, Dios procura desarrollar en nosotros las gracias preciosas de su Espíritu.

Permite que hallemos obstáculos, persecución y opresiones, pero no como una maldición, sino como la bendición más grande de nuestra vida.

Cada tentación resistida, cada aflicción sobrellevada valientemente, nos da nueva experiencia y nos hace progresar en la tarea de edificar nuestro carácter.

El alma que resiste la tentación mediante el poder divino revela al mundo y al universo celestial la eficacia de la gracia de Cristo.

Aunque la prueba no debe desalentarnos por amarga que sea, hemos de orar que Dios no permita que seamos puestos en situación de ser seducidos por los deseos de nuestros propios corazones malos.

Al elevar la oración que nos enseñó Cristo, nos entregamos a la dirección de Dios y le pedimos que nos guíe por sendas seguras.

No podemos orar así con sinceridad y decidir luego que andaremos en cualquier camino que elijamos.

Aguardaremos que su mano nos guíe y escucharemos su voz que dice: “Este es el camino, andad por él”

Es peligroso detenerse para contemplar las ventajas de ceder a las sugestiones de Satanás.

El pecado significa deshonra y ruina para toda alma que se entrega a él; pero es de naturaleza tal que ciega y engaña, y nos tentará con presentaciones lisonjeras.

Si nos aventuramos en el terreno de Satanás, no hay seguridad de que seremos protegidos contra su poder.

En cuanto sea posible debemos cerrar todas las puertas por las cuales el tentador podría llegar hasta nosotros.

El ruego “no nos dejes caer en tentación” es una promesa en sí mismo.

Si nos entregamos a Dios, se nos promete:

“No os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar”.

La única salvaguardia contra el mal consiste en que mediante la fe en su justicia Cristo more en el corazón.

La tentación tiene poder sobre nosotros porque existe egoísmo en nuestros corazones.

Pero cuando contemplamos el gran amor de Dios, vemos el egoísmo en su carácter horrible y repugnante, y deseamos que sea expulsado del alma.

A medida que el Espíritu Santo glorifica a Cristo, nuestro corazón se ablanda y se somete, la tentación pierde su poder y la gracia de Cristo transforma el carácter.

Cristo no abandonará al alma por la cual murió.

Ella puede dejarlo a él y ser vencida por la tentación; pero nunca puede apartarse Cristo de uno a quien compró con su propia vida.

Si pudiera agudizarse nuestra visión espiritual, veríamos almas oprimidas y sobrecargadas de tristeza, a punto de morir de desaliento.

Veríamos ángeles volando rápidamente para socorrer a estos tentados, quienes se hallan como al borde de un precipicio.

Los ángeles del cielo rechazan las huestes del mal que rodean a estas almas, y las guían hasta que pisen un fundamento seguro.

Las batallas entre los dos ejércitos son tan reales como las que sostienen los ejércitos del mundo, y del resultado del conflicto espiritual dependen los destinos eternos.

A nosotros, como a Pedro, se nos dice: “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte”.

Gracias a Dios, no se nos deja solos.

El que “de tal manera amó… al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”, no nos abandonará en la lucha contra el enemigo de Dios y de los hombres.

“He aquí—dice—os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará”.

Vivamos en contacto con el Cristo vivo, y él nos asirá firmemente con una mano que nos guardará para siempre.

Creamos en el amor con que Dios nos ama, y estaremos seguros; este amor es una fortaleza inexpugnable contra todos los engaños y ataques de Satanás.

“Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado”.

Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria

La última frase del Padrenuestro, así como la primera, señala a nuestro Padre como superior a todo poder y autoridad y a todo nombre que se mencione.

El Salvador contemplaba los años que esperaban a los discípulos, no con el esplendor de la prosperidad y el honor mundanos con que habían soñado, sino en la oscuridad de las tempestades del odio humano y de la ira satánica.

En medio de la lucha y la ruina de la nación, los discípulos estarían acosados de peligros, y a menudo el miedo oprimiría sus corazones.

Habrían de ver a Jerusalén desolada, el templo arrasado, su culto suprimido para siempre, e Israel esparcido por todas las tierras como náufragos en una playa desierta.

Dijo Jesús:

“Oiréis de guerras y rumores de guerras”.

“Se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores”.

A pesar de ello, los discípulos de Cristo no debían pensar que su esperanza era vana ni que Dios había abandonado al mundo.

El poder y la gloria pertenecen a Aquel cuyos grandes propósitos se irán cumpliendo sin impedimento hasta su consumación.

En aquella oración, que expresaba sus necesidades diarias, la atención de los discípulos de Cristo fue dirigida, por encima de todo el poder y el dominio del mal, hacia el Señor su Dios, cuyo reino gobierna a todos, y quien es Padre y Amigo eterno.

La ruina de Jerusalén sería símbolo de la ruina final que abrumará al mundo.

Las profecías que se cumplieron en parte en la destrucción de Jerusalén, se aplican más directamente a los días finales.

Estamos ahora en el umbral de acontecimientos grandes y solemnes.

Nos espera una crisis como jamás ha presenciado el mundo.

Tal como a los primeros discípulos, nos resulta dulce la segura promesa de que el reino de Dios se levanta sobre todo.

El programa de los acontecimientos venideros está en manos de nuestro Hacedor.

La Majestad del cielo tiene a su cargo el destino de las naciones, así como también lo que atañe a la iglesia.

El Instructor divino dice a todo instrumento en el desarrollo de sus planes, como dijo a Ciro:

“Yo te ceñiré, aunque tú no me conociste”.

En la visión del profeta Ezequiel se veía como una mano debajo de las alas de los querubines.

Era para enseñar a sus siervos que el poder divino es lo que les da éxito.

Aquellos a quienes Dios emplea como mensajeros suyos no deben pensar que su obra depende de ellos.

No se deja a los seres finitos la tarea de asumir esta carga de responsabilidad.

El que no duerme, sino que obra incesantemente por el cumplimiento de sus propósitos, hará progresar su causa.

Estorbará los planes de los impíos y confundirá los proyectos de quienes intenten perjudicar a su pueblo.

El que es el Rey, Jehová de los ejércitos, está sentado entre los querubines, y en medio de la guerra y el tumulto de las naciones guarda aún a sus hijos.

El que gobierna en los cielos es nuestro Salvador.

Mide cada aflicción, vigila el fuego del horno que debe probar a cada alma.

Cuando las fortificaciones de los reyes caigan derribadas, cuando las flechas de la ira atraviesen los corazones de sus enemigos, su pueblo permanecerá seguro en sus manos.

“Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas… En tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos”.

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