A través de las bienaventuranzas se nota el progreso de la experiencia cristiana.
Los que sintieron su necesidad de Cristo, los que lloraban por causa del pecado y aprendieron de Cristo en la escuela de la aflicción, adquirirán mansedumbre del Maestro divino.
El conservarse paciente y amable al ser maltratado no era característica digna de aprecio entre los gentiles o entre los judíos.
La declaración que hizo Moisés por inspiración del Espíritu Santo, de que fue el hombre más manso de la tierra, no habría sido considerada como un elogio entre las gentes de su tiempo; más bien habría excitado su compasión o su desprecio.
Pero Jesús incluye la mansedumbre entre los requisitos principales para entrar en su reino.
En su vida y carácter se reveló la belleza divina de esta gracia preciosa.
Jesús, resplandor de la gloria de su Padre, “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo”.
Consintió en pasar por todas las experiencias humildes de la vida y en andar entre los hijos de los hombres, no como un rey que exigiera homenaje, sino como quien tenía por misión servir a los demás.
No había en su conducta mancha de fanatismo intolerante ni de austeridad indiferente.
El Redentor del mundo era de una naturaleza muy superior a la de un ángel, pero unidas a su majestad divina, había mansedumbre y humildad que atraían a todos a él.
La Mansedumbre de Cristo
Jesús se vació a sí mismo, y en todo lo que hizo jamás se manifestó el yo. Todo lo sometió a la voluntad de su Padre.
Al acercarse el final de su misión en la tierra, pudo decir: “Yo te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese”.
Y nos ordena: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo”; renuncie a todo sentimiento de egoísmo para que éste no tenga más dominio sobre el alma.
Quien contemple a Cristo en su abnegación y en su humildad de corazón, no podrá menos que decir como Daniel: “Mi fuerza se cambió en desfallecimiento”.
El espíritu de independencia y predominio de que nos gloriamos se revela en su verdadera vileza, como marca de nuestra sujeción a Satanás.
La naturaleza humana pugna siempre por expresarse; está siempre lista para luchar. Mas el que aprende de Cristo renuncia al yo, al orgullo, al amor por la supremacía, y hay silencio en su alma. El yo se somete a la voluntad del Espíritu Santo.
No ansiaremos entonces ocupar el lugar más elevado. No pretenderemos destacarnos ni abrirnos paso por la fuerza, sino que sentiremos que nuestro más alto lugar está a los pies de nuestro Salvador.
Miraremos a Jesús, aguardaremos que su mano nos guíe y escucharemos su voz que nos dirige.
El apóstol Pablo experimentó esto y dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
La verdadera paz del alma
Cuando recibimos a Cristo como huésped permanente en el alma, la paz de Dios que sobrepuja a todo entendimiento guardará nuestro espíritu y nuestro corazón por medio de Cristo Jesús.
La vida terrenal del Salvador, aunque transcurrió en medio de conflictos, era una vida de paz.
Aun cuando lo acosaban constantemente enemigos airados, dijo: “El que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”.
Ninguna tempestad de la ira humana o satánica podía perturbar la calma de esta comunión perfecta con Dios.
Y él nos dice: “La paz os dejo, mi paz os doy”. “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso”.
Llevad conmigo el yugo de servicio para gloria de Dios y elevación de la humanidad, y veréis que es fácil el yugo y ligera la carga.
Es el amor a uno mismo lo que destruye nuestra paz.
Mientras viva el yo, estaremos siempre dispuestos a protegerlo contra los insultos y la mortificación; pero cuando hayamos muerto al yo y nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios, no tomaremos a pecho los desdenes y desaires.
Seremos sordos a los vituperios y ciegos al escarnio y al ultraje.
La verdadera felicidad
La felicidad derivada de fuentes mundanales es tan mudable como la pueden hacer las circunstancias variables; pero la paz de Cristo es constante, permanente.
No depende de las circunstancias de la vida, ni de la cantidad de bienes materiales ni del número de amigos que se tenga en esta tierra.
Cristo es la fuente de agua viva, y la felicidad que proviene de él no puede agotarse jamás.
La mansedumbre de Cristo manifestada en el hogar hará felices a los miembros de la familia; no incita a los altercados, no responde con ira, sino que calma el mal humor y difunde una amabilidad que sienten todos los que están dentro de su círculo encantado.
Dondequiera que se la abrigue, hace de las familias de la tierra una parte de la gran familia celestial.
Mucho mejor sería para nosotros sufrir bajo una falsa acusación que infligirnos la tortura de vengarnos de nuestros enemigos.
El espíritu de odio y venganza tuvo su origen en Satanás, y sólo puede reportar mal a quien lo abrigue.
La humildad del corazón, esa mansedumbre resultante de vivir en Cristo, es el verdadero secreto de la bendición. “Hermoseará a los humildes con la salvación”.
Los mansos “recibirán la tierra por heredad”. Por el deseo de exaltación propia entró el pecado en el mundo, y nuestros primeros padres perdieron el dominio sobre esta hermosa tierra, su reino.
Por la abnegación, Cristo redime lo que se había perdido. Y nos dice que debemos vencer como él venció. Por la humildad y la sumisión del yo podemos llegar a ser coherederos con él cuando los mansos “heredarán la tierra”.
La tierra prometida a los mansos no será igual a ésta, que está bajo la sombra de la muerte y de la maldición.
“Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva en los cuales mora la justicia”. “Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán”.
No habrá contratiempo, ni dolor, ni pecado; no habrá quien diga: “Estoy enfermo”. No habrá entierros, ni luto, ni muerte, ni despedidas, ni corazones quebrantados; mas Jesús estará allá, y habrá paz.